Ica

A propósito de una nueva ley para la agroexportación

Por Laureano del Castillo*

El Congreso está debatiendo diversas propuestas para reemplazar a la derogada Ley de Promoción Agraria, 27360, promulgada el año 2000 con el objetivo de estimular las inversiones orientadas a la agricultura de exportación y la agroindustria. No fue una ley para todo el agro.

La ley derogada es parte de un modelo que ha implicado la inversión de miles de millones de dólares de recursos fiscales en grandes obras de trasvase de aguas para irrigar tierras eriazas, el remate de enormes extensiones de tierras fiscales a precios bajos (que constituyen nuevas formas de latifundio) y la asignación de dotación de agua sin control (incluso sobreexplotando las aguas subterráneas). También ha generado externalidades negativas, como la degradación de la calidad de los suelos y la biodiversidad a consecuencia de dedicar grandes extensiones a monocultivos y el uso intensivo de combustibles fósiles que contribuyen al calentamiento global, todo lo cual constituye otras formas de subsidios ocultos.

Los puntos más debatidos son dos: el régimen laboral de los trabajadores agrícolas y los beneficios tributarios para las empresas acogidas a este régimen. Sobre lo primero, no era posible mantener las condiciones de trabajo injustas y hasta indignas que motivaron las protestas de las últimas semanas, cuya masividad no puede explicarse por la acción de “unas pocas” empresas. Al mismo tiempo, queremos recordar la complejidad de regular la retribución de trabajadores que laboran en forma discontinua y, en muchas ocasiones, para distintos empleadores.

En cuanto al segundo punto, los beneficios tributarios resultan aún más discutibles. Su origen data, en realidad, de 1996, con el Decreto Legislativo 885. En 24 años el Estado ha dejado de percibir centenares de millones de dólares. Ello ha permitido un significativo crecimiento y diversificación de las exportaciones agrícolas, y la creación de alrededor de 250 mil empleos formales, pero, sobre todo, ha generado enormes ganancias a las empresas. Ese crecimiento sólo ha sido posible gracias al mantenimiento de este régimen promocional.

Lo que se requiere ahora es establecer un modelo de desarrollo agrario, con incentivos y regulaciones que apunten a su sostenibilidad a largo plazo -no sólo en su dimensión económica, como ha privilegiado la ley derogada, sino también su dimensión social y ambiental- y su rol como garante de nuestra seguridad alimentaria, cumpliendo con los compromisos asumidos por el Estado en el marco normativo nacional, como con la Ley de Promoción y Desarrollo de la Agricultura Familiar, y con los acuerdos internacionales ratificados por el Perú que respaldan derechos sociales, económicos, culturales y ambientales.

La nueva ley que apruebe el Congreso debe enfrentar los dos temas apuntados (el régimen laboral y los incentivos tributarios), reemplazando la mal llamada Ley de Promoción Agraria. Sin embargo, para cumplir con el enunciado constitucional de que “el Estado apoya preferentemente el desarrollo agrario” hay que establecer y sobre todo ejecutar políticas que atiendan  a la agricultura familiar que son el 97% de las unidades agropecuarias del país y no solo las empresas dedicadas a la agroexportación y la agroindustria -grandes, medianas y pequeñas- que representan tan solo el 0,01% del total de unidades agropecuarias. 

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El presente artículo fue publicado en el diario La República, edición del 23 de diciembre, página 21. Se puede ver aquí.

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* Director Ejecutivo del CEPES

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