Por Fernando Eguren, presidente de CEPES
El contexto: el presidente está asediado por acusaciones fiscales (cinco hasta la fecha). Bruno Pacheco -su exsecretario- se entregó a la policía, después de varios días de prófugo; el exministro de Transportes, Silva, parece que lo hará próximamente. El ánimo del Congreso es adverso, pero no se anima por la vacancia para no poner en riesgo su propia continuidad.
El día del discurso, antes de llegar el presidente al Congreso para dar su mensaje al Legislativo, las calles estaban casi desiertas -había rejas por todos lados que impedían la circulación-. Pero en la Av. Abancay, en una de sus dos vías, a la altura del Congreso, medio millar -a lo más- de ciudadanos manifestaban su oposición al presidente, mientras que, en la otra vía, a pocos metros, un número similar expresaba su apoyo. Estaban separados por una pared de policías. El ambiente era todo menos festivo. El Perú estaba -está- triste, molesto, preocupado, desilusionado, desesperanzado, dividido.
El comentarista de Canal N observó que en los muchos años que había seguido eventos similares, nunca había visto tanta seguridad -policías- en las calles, rodeando el auto presidencial que recorría el corto tramo entre el Palacio de Gobierno y el Congreso; el presidente viajaba en un auto negro con lunas negras, cerradas, invisible, por un jirón Junín sin ciudadanos, con vecinos también invisibles tras sus propias ventanas atrancadas.
El presidente, con terno azul, sin corbata, sin sombrero, sin su vestuario “a lo Evo”, ingresó al Congreso, seguido por la comisión de Congresistas, ceremoniosos, todos –y todas– los cuales quisieran su renuncia. Al entrar, los Congresistas -menos los de los tres partidos formalmente de derecha- se pusieron de pie y aplaudieron. El presidente saludó con la mano derecha en alto y la izquierda sobre el pecho, a la altura del esternón. La cámara del canal N ponchó a la nueva presidenta del Congreso que miraba al cielo (¿a Dios?) mientras entonaba el himno nacional.
La locutora del canal N observaba que, a diferencia de su visita al Congreso el pasado 28 de julio, ahora el presidente estaba vestido convencionalmente.
A las 11:15 Castillo inició su discurso con un saludo a las autoridades presentes, nombrando los cargos que ocupaban.
Las circunstancias de este 28 de julio eran excepcionales: las sospechas de que el presidente ha cometido varios delitos son cada vez más sólidas, y las posibilidades de que salga del cargo son mayores; la pandemia continúa después de más de dos años, ahora en una cuarta ola; hay en curso una crisis alimentaria, que puede empeorar en los próximos meses; faltan fertilizantes para que la campaña de siembras, que se inicia, sea exitosa y garantice la provisión de alimentos.
Nada en su discurso reflejó la gravedad de las crisis entrecruzadas que vive el país, salvo una referencia inicial a las acusaciones judiciales que se le van acumulando, casi semana a semana, que el presidente descartó atribuyéndolas a maniobras de los “dueños del Perú” y a la prensa. El discurso terminó siendo una relación larga y tediosa de los logros sector por sector –normas aprobadas, dinero invertido, kilómetros construidos, bonos entregados, número de beneficiados–, realizados en su primer año de gobierno. Como si fuera un año “normal”. No hubo un intento de explicación de la crisis; no hubo una enunciación de los desafíos económicos, sociales y ambientales que el país enfrenta y menos, claro está, de cómo afrontarlos.
Circunstancias excepcionales exigían un discurso que interprete el momento, que estableciese prioridades, que plantease derroteros hacia el futuro. De eso, no hubo nada.
Una nave a la deriva.